“Gracias a la vida,
que me ha dado tanto,
me ha dado la risa,
y me ha dado el llanto...”
Frida Kahlo
Autorretrato con chango y loro
-detalle- 1942.
Óleo sobre masonite.
Museo de Arte Latinoamericano
de Buenos Aires (MALBA)
«-»
Género y etnicidad
en los estudios antropológicos
Una propuesta metodológica feminista
por Sandra Angeleri
Autoetnografía política de una investigadora feminista
La identidad basada en experiencias homogéneas ha apoyado históricamente las movilizaciones colectivas por la justicia además de servir como justificación de la política gubernamental. Los viejos y nuevos movimientos sociales, que lucharon por el poder estatal o por soluciones comunitarias concretas, con frecuencia se movilizaban a través de discursos de clase, identidad y ciudadanía. A través de la identidad, los viejos y nuevos movimientos sociales han expresado los intentos de las colectividades de alterar las narrativas del desarrollo para cada una de ellas incluir a su grupo específico dentro de la redistribución de recursos realizada por las instituciones. Al movilizarse a través de identidades colectivas que los separan de los demás, los movimientos sociales basados en identidades lograron beneficios, pero se encontraron debilitados y atrapados por marcos de resistencia locales
y fragmentados que engullían sus aspiraciones de justicia.
Evaluar las contribuciones y las dificultades del mestizaje epistemológico de Chela Sandoval (2008) como estrategia apta para la construcción de alianzas entre subjetividades diferenciadamente situadas en la lucha por el poder fue el objetivo de la investigación que cuento a continuación. Vínculo el mestizaje del Indigenismo del antropólogo Manuel Gamio, padre de la antropología científica latinoamericana y del indigenismo panamericano, con el mestizaje promovido por las mujeres wayuu, en cuya participación como sujetas ciudadanas hago hincapié. Me inclino por una epistemología eclética, híbrida o mestiza, para decirlo con los términos de Ernesto García Canclini (1990), Paul Feyerabend (1975) o Chela Sandoval (2008). Ser contraintuitivos, en opinión de Feyerabend, es la manera de no reproducir el saber sino de crear conocimiento nuevo, de evitar la colonialidad del saber. Relaciono la colonialidad del saber con la colonialidad del poder y la colonialidad del ser. Juntos, estos conceptos destacan el legado epistémico del colonialismo que nos ha dejado una serie de categorías que usamos
y que reproducen las relaciones de poder encriptadas en ellas.
Sandoval hace una propuesta metodológica (el mestizaje epistemológico) para movimientos sociales interesados en hacer alianzas entre sujetos situados en espacios políticos diferentes. Su metodología se centra en desafiar las estructuras de opresión, dar voz a las experiencias marginales, adoptar un enfoque híbrido y reflexivo, y reconocer la subjetividad como un recurso epistemológico importante. Este aprendizaje lo terminé de asimilar al tener que contestar la pregunta que mi comité doctoral elaboró cuando, en el rito de transición que es todo examen, me encontré frente a lo formulado en el año 2000 por el jurado examinado: ¿Qué ha aprendido y qué le han enseñado las mujeres wayuu con las cuales ha estado haciendo trabajo de campo desde fines de los noventa en Maracaibo? Mi proyecto tenía un enfoque que hoy entiendo como “Antropología de la Mujer”, aunque en ese momento mi proyecto era mi respuesta –inicial y confusa– a un malestar que aún no era capaz de conceptualizar. Algo así como El malestar de la cultura de Sigmund Freud, pero desde la perspectiva del ser mujer.
El malestar de las mujeres sería un título más elocuente.
Había terminado mi maestría en historia contemporánea de América Latina, en la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV. Como todo estudio de postgrado en el área de historia era requisito llevar a cabo una investigación original y con fuentes primarias. En mi caso, sin recursos económicos, la investigación que podía llevar sobre América, dado que el postgrado era en el área de historia contemporánea de América, solo podía hacerla en Caracas. Escogí el tema de las negociaciones de paz que se llevaban a cabo en ese momento en Venezuela entre el gobierno colombiano y diversos grupos guerrilleros. Mi primer deseo era conocer las experiencias y significados de las mujeres que habían viajado desde Colombia a Venezuela y estaban presentes en las negociaciones. El enfoque era “de mujer.” Hacer visibles a las mujeres. ¡Oh sorpresa! Las relaciones de género abortaron mi propuesta de investigación. Las mujeres no acudieron a mi solicitud de entrevista, sino que sus respectivas parejas fueron quienes se acercaron. Me pregunté si ellas, las ausentes, estaban en Caracas por ser las mujeres de los guerreros o por sus propios liderazgos políticos. Al presentarme ante el equipo negociador colombiano como uruguaya que vivía en Venezuela, me preguntaron por un dirigente comunista uruguayo, con gran trayectoria internacional, a quien yo no sólo no conocía personalmente sino que, además, tenía con él grandes diferencias y una antipatía no procesada por lo que percibía como métodos autoritarios de trabajo que yo asociaba a su poder patriarcal.
Poca consulta y muchas órdenes.
Ante mi evidente decepción por la exclusión de las mujeres de nuestras conversaciones y de la investigación, uno de los dirigentes, Pablo era su nombre en las negociaciones, me sugirió que investigara sobre los niños en situación de guerrilla. En ese momento me pareció interesante y pensé que la propuesta venía de un hombre que tenía mayor sensibilidad que otros. Me cayó bien. Hoy lo interpreto desde la perspectiva de lo que llamamos “Antropología de género.” Interpretó que como yo era mujer, el tema más atinado para que yo, mujer al fin, investigara el proceso de pacificación en Colombia era el de la infancia. De hecho viajé a Bucaramanga y esperé varios días por un contacto para hacer etnografía en esos territorios tumultuosos. No fui lo suficientemente valiente como para aguantar una espera indefinida para viajar a unos espacios que yo imaginaba peligrosos y, luego de un embarque de varios días, me regresé a Venezuela. Este segundo proyecto quedó nuevamente abortado.
Había aprendido algo: toda investigación es un salto al vacío. Las dificultades provienen muchas veces de nuestra propia personalidad. Hay investigaciones que van sobre seguro: encuentran lo esperado y lo reproducen estadísticamente. El positivismo es claro al respecto. Otras investigaciones son provocadoras, van a contrapelo, no reproducen sino que crean. A las mujeres nos pasa lo mismo. Nuestro rol es reproducir y, si nos mantenemos en esos moldes, la sociedad patriarcal nos reconoce como buenas madres, buenas mujeres, enfermeras o maestras. Si nos vamos por caminos creativos, la crítica estará siempre a la vuelta de la esquina. Somos mandonas, demasiado ambiciosas, nuestros hijos se descarrilan, nos hace falta un hombre que nos encamine. Algo que desde mis primeros pasos en el feminismo, Nora Castañeda –mi mentora en el feminismo que en el 2000 me regaló el libro Los cautiverios de las mujeres: Madresposas, monjas, putas, presas y locas (1990) de Marcela Lagarde– me dijo. El mandato normativo para la mujer (y digo “la mujer” y no “las mujeres” con la intención de diferenciar lo que se produce desde la Antropología de la mujer de lo que se produce desde la Antropología de las mujeres) es ser reproductora. Una mujer creativa, independientemente de cuan original y apropiada sea su propuesta, suele ser reconocida por la hermandad masculina como una amenaza que subvierte el orden establecido. El intercambio de mujeres entre hombres, como nos enseñó la antropóloga Gayle Rubin (1975), es la base de la sociabilidad. Y las mujeres dueñas de su sexualidad son percibidas como monstruosas, tal como lo veremos al estudiar la obra del antropólogo Manuel Gamio, el padre del Indigenismo latinoamericano quien clasifica a las mujeres mexicanas (femeninas, sirvientes y feministas) con el fin de incidir, a través del mestizaje, en la modernización del México de la primera mitad del siglo XX. Uno de los primeros ejercicios en los talleres de mujeres que dictábamos en la década de los ochenta en los barrios de Caracas con los Círculos Populares Femeninos es la dramatización de un matrimonio tradicional: una mujer entra al espacio institucional que la casará a un hombre del brazo de su padre. La recibe su futuro esposo y es un tercer hombre, que representa a la comunidad, quien da el visto bueno. Se lleva a cabo el acto performativo del matrimonio y, luego del ritual de la luna de miel, la pareja regresa al espacio original con un nuevo estatus, el de un hombre y una mujer casados. Se han transfigurado en una pareja. La reproducción biológica y cultural de la comunidad se encriptaron una en la otra y todo siguió su curso.
Además del libro que salió de mi primera investigación como magistra en historia, Violencia política y búsqueda de paz en Colombia (2000), esa experiencia dio a luz otros aprendizajes que a lo largo del tiempo se fueron desplegando en mi futuro profesional culminando en mi actual feminismo. El binomio “orden normativo versus resistencia desde dentro del mismo” entra en mi horizonte. La negociación y la violencia entraron en los temas a investigar en mi vida académica. Y dado que las negociaciones en Caracas eran expresión política de la violencia, el lenguaje como violencia (o viceversa, la violencia como lenguaje) entraron en mi destino.
En esas primeras investigaciones yo era profesora de la Escuela de Estudios Internacionales de la UCV. Colombia era el tema de un seminario que dictaba. Al mismo tiempo publicaba una página bisemanal en el periódico Últimas Noticias. Otra preocupación que aún sigue presente en mi trayectoria ya se avizoraba en mi escritura. ¿Para quién escribir? ¿Para la academia? ¿Para las personas sobre y de las cuales escribo? En ese momento mi tutor era el profesor Domingo Alberto Rangel. No aprobaba mi escritura académica y me empujaba a escribir para las señoras colombianas, muchas de ellas trabajadoras domésticas, que todos los días, en el camino hacia su trabajo, leían el periódico en la camionetica por puesto. Yo resistía y me atraía la teoría. La pregunta sobre para quién se escribe trasciende la elección del lenguaje y del medio de comunicación. En palabras metodológicas puede expresarse así: “¿Cuál es la economía política (producción, distribución, comercialización y consumo) de los trabajos intelectuales?” Es una pregunta que hasta el día de hoy ronda mi escritura: ¿Cómo producir con estándares académicos y, al mismo tiempo, escribir para ser entendida por un público amplio sin por eso caer en reduccionismos y simplificar en exceso mis hallazgos?
Mis actividades en la Escuela de Estudios Internacionales de la UCV relacionadas con la frontera colombo-venezolana me llevaron a conocer a la población wayuu (“guajira,” se decía en ese momento; la voz enunciativa era la del el sujeto nacional). En las reuniones binacionales en el Hotel del Lago de Maracaibo, que se llevaban a cabo para promover el comercio y el desarrollo de un puerto en la región, no había mujeres wayuu. Más tarde, al hacer la investigación documental complementaria a mi investigación de campo, me topé con la tesis de maestría del departamento de antropología de la Universidad del Zulia del cónsul de Estados Unidos en esa ciudad. Era cónsul en una región fronteriza con una importante proporción de población indígena, también binacional, como él. Fue la primera vez que vi el esquema de racialización continental en acción. Hoy ya es un patrón reconocido. Los noticieros nos muestran la imagen de personas de origen étnico en cargos diplomáticos que edulcoran su papel de representantes de los poderes que cruzan sus cuerpos. El cónsul en Maracaibo no por casualidad era de origen navajo quien, muy atinadamente en mi opinión, asoció su experiencia como hombre perteneciente a la nación binacional navajo (México-Estados Unidos) a la situación de la población wayuu también binacional (Colombia-Venezuela). Detalle importante: La Guajira tiene una posición geopolítica estratégica: por su frontera con el Caribe multinacional; por estar inserta en la región petrolera de Lago de Maracaibo y por su frontera con Colombia. He encontrado documentación que muestra que la compañía petrolera Shell financió en el año 1999, fecha de la elección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, el trabajo “Cost Reduction in Downhole Completion Equipment Supply: A Case History” de Graeme Watson y otros que fue presentado en la Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ingeniería Petrolera entre el 21 y 23 de abril en Caracas.
Uno de los puntos del informe se refiere a los retos culturales para el suministro de los materiales. Dentro de la investigación técnica, los autores avizoran la preocupación de articular diferencias culturales en las operaciones productivas y en el comercio. Con todas las diferencias del caso y el desfase cognitivo que implica un juicio tajante de mi parte a lo transmitido por la ingeniería petrolera en el artículo al que aludo, cuando lo encontré buscando información sobre la población wayuu, su referencia a los retos culturales me resonó con la matriz colonizadora inicial de la antropología. El cónsul estadounidense comparaba las ciudadanías binacionales de la población navajo y la de la población wayuu. Una frontera atraviesa sus cuerpos, tal como ya lo decían en la década de los noventa las mujeres del Tercer Mundo en los Estados Unidos. Ellas no aceptan la adscripción identitaria que sugiere una ciudadanía a medias, de segunda, y se autoidentifican como chicanas o negras. El libro La metodología de la oprimida de Chela Sandoval (2008) es fruto de esa identidad mestiza de las mujeres del Tercer Mundo en el Primer Mundo que a fines del siglo XX y principios del XXI, las mujeres wayuu también elaboraron frente a mí. Una subjetividad ciudadana que ellas, como Sandoval, imaginan como la “nueva mestiza.”
Un detalle problemático: el significado del mestizaje (palabra que muy significativamente no existe en inglés) difiere en ambos espacios. La palabra mestizaje no significa lo mismo en el norte del continente, donde el modelo de racialización se rige por la segregación, al significado adjudicado al mestizaje en el modelo de racialización del sur del continente, donde el modelo de racialización hace del ser mestiza una propuesta de blanqueamiento y auto apagamiento de lo indígena y de lo negro. Hace falta otra conexión: la continental. El continente es América. Quien tiene el poder de nombrar ha utilizado una sinécdoque. Se ha apropiado de la palabra América que se ha convertido en el referente universal que hoy representa solo al norte. Nosotras, en el sur, según el sistema de racialización continental, somos América Latina. Para el norte somos étnicos. Ser latina es una identidad que borra la indígena y lo africano. Ni que hablar de otra identidad que a veces se prefiere: hispano americanos. No vaya a ser que se dude de nuestro origen europeo, aunque el sur de Europa, en la escala de racialización occidental, no tenga el mismo valor que los países del norte europeo. Nuestra identidad como latinoamericanos está racializada. El problema no es del color de la piel. De ser así, no sería objeto de estudio de las ciencias sociales, sino de la dermatología, como aprendí del diputado afrovenezolano Modesto Ruiz en las reuniones para la elaboración de la
Ley contra la Discriminación Racial del 2011.
Recorridos sinuosos de la etnografía feminista
La epistemología mestiza fue el marco referencial teórico y metodológico con el que construí mi mirada de antropóloga de la UCV haciendo trabajo de campo entre las mujeres wayuu venezolanas. Llevé a cabo una estadía etnográfica o frecuentes incursiones etnográficas en La Guajira, dependiendo de la fuente que tomemos para referirnos al método etnográfico. Ruth Behar, en su libro La mujer traducida: cruzando fronteras con la historia de Esperanza publicado en 1993 reflexiona sobre su experiencia etnográfica en un pueblo mexicano como mujer judía estadounidense y en cómo su identidad influyó en su relación con las y los participantes de la investigación y en su comprensión de la cultura local. La epistemología del mestizaje ya estaba dando sus primeros balbuceos. Lo que hice fueron “incursiones etnográficas” si mi marco metodológico referencia es George E. Marcus en Ethnography through Thick and Thin (1998) quien promovió la idea de la “etnografía multi situada” para nombrar un enfoque de investigación que implica trabajar en varios sitios o lugares y que busca comprender las relaciones entre ellos.
Las mujeres wayuu me enseñaron su conceptualización del mestizaje epistemológico como herramienta de emancipación de la oprimida, un título que evoca al texto de Paulo Freire La pedagogía del oprimido (1967). Freire es un referente bibliográfico que Chela Sandoval no menciona en su texto La metodología de la oprimida, ausencia que evoca las relaciones de poder entre el norte y el sur del continente americano. En este caso, una mujer académica del Tercer Mundo versus un hombre, también académico, pero identificado con el Tercer Mundo. Aquí la relación de género se tiñe de relaciones geopolíticas. Freire es admitido en el Primer Mundo desde lo exótico. La pedagogía del oprimido de Freire es hoy referente educativo en muchas de las universidades del norte, sin embargo en los noventa, Sandoval, una mujer que se identifica como del Tercer Mundo dentro del Primer Mundo, elude mencionarlo. La conexión entre las relaciones políticas y las relaciones de género cambió las reglas de representación. Las referencias bibliográficas reproducen el poder. Son algo así como una expresión de la colonialidad del saber. El citar autorías latinoamericanas no garantiza el desmonte de la descolonización. Todo depende de la perspectiva de esas autorías. Así como la racialización no es un problema incrustado en el color de la piel que tenemos, la colonización del saber no depende del espacio que habitemos o del ADN. Las identidades son relacionales y coyunturales, no esencialistas. Además, la masculinidad está siempre en disputa. Mas aún si la masculinidad es del sur y busca ser admitida como par en la hermandad masculina del norte. Ahí los juegos de admisión llevan a que los hombres académicos como el antropólogo Gamio busquen ser reconocidos como modernos en oposición a la participación como objeto de estudio o, en todo caso, como buen repetidor de teorías europeas y estadounidenses, y no como generador de conocimiento. El estudio del sistema de notas en los textos o de los legados de las escuelas a las cuales se adscribe la antropología dice mucho al respecto.
En el caso de Gamio, el antropólogo escogido para hacer un análisis feminista de su obra, su formación deriva de Franz Boas, conocido como el creador de la antropología cultural (Geertz: 1975). Retengamos la palabra “creador” porque es central para mi argumento que vincula la creación a la reproducción. Y retengamos también la palabra cultura. Dentro de un marco teórico que identifica a la creación (e implícitamente a la reproducción), en la memoria de Gamio, solo cupo la palabra “genio” para Boas por sus implicaciones de generación, casi divina, casi espontánea. Gamio es alumno de Boas. Su crítica al concepto de raza como una categoría anclada en relaciones de poder y su énfasis en la importancia de la cultura en la configuración del comportamiento humano y las diferencias entre los grupos es parte del legado asimilado por Gamio, quien es recordado por su influencia en el desarrollo de políticas públicas y programas sociales a favor de la población indígena. Sustituyó la palabra raza por la palabra cultura, una estrategia cognitiva que, en su caso, evoca una expresión más de la productividad del contrabando ideológico. Nuestro trabajo de investigación desde el sur es doble. Conocer teorías otras, traducirlas a nuestros espacios, y crear las nuestras que son muy difícilmente aceptadas en los centros de poder. Y en el caso de la mujer antropóloga feminista, podemos decir que es triple, proyectando el análisis de la doble y triple jornada de trabajo de las mujeres trabajadoras, al trabajo de la mujer antropóloga.
Sigo con mi experiencia de Antropología de la mujer y de la Antropología de género. No es una o la otra. Una mujer profesional binacional, uruguaya venezolana, estudiando a las mujeres wayuu organizadas en sus actividades comerciales y barriales. “Paz y desarrollo” eran los temas de las agendas de las Naciones Unidas para las mujeres de las Américas de ese entonces. Domitila Barrios de Chungara boliviana, quien fue entrevistada por la periodista brasileña Moema Viezzer (1977) y juntas escribieron el libro Si me permiten hablar dejó claro, cuando participó en la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer que se llevó a cabo en Ciudad de México en 1975, su resistencia a la universalización de la expresión “la mujer.” El desarrollo no es concebido de la misma manera por las mujeres indígenas que por las ciudadanas de los estados nacionales.
Entre 1987 y 2002 llevé adelante investigación de campo etnográfica con las mujeres wayuu. Todo trabajo de campo requiere un trabajo en casa posterior. ¿Trabajo de campo versus trabajo de casa? ¿Oralidad versus escritura? El sujeto o la sujeta que habla, desde la epistemología moderna y liberal, es la voz narrativa que se define como auto transparente. Esto, de por sí, ya es un problema metodológico grave. Le agregamos: ¿Y la escucha? ¿Y los quiebres de significado? ¿y las subjetividades? Y más importante aún ¿cómo crear una comunidad etnográfica democrática entre quien lleva a cabo la observación participante y quien hace parte de la comunidad estudiada? Uno de los primeros pasos en la etnografía en la Escuela de Antropología es observar las reacciones de quienes estudiamos cuando nos presentamos como integrantes de la UCV. De inmediato el poder de la institución se proyecta sobre nosotras. La observación, el habla y la escucha son los hilos que tejen esa comunidad. ¿Imaginada? Preguntas que surgen del cuestionamiento que Sandoval le hace al texto Las comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo de Benedict Anderson (1997). Este autor describe las naciones como “comunidades imaginadas” que son construidas a través de narrativas compartidas, símbolos culturales y procesos de representación que generan un sentido de pertenencia y solidaridad entre personas que nunca se han conocido entre sí. Sandoval argumenta que el concepto de “comunidades imaginadas” no refleja adecuadamente las experiencias de las personas que viven en situaciones de opresión y subalternidad, ya que estas comunidades no son simplemente construcciones imaginadas, sino que están arraigadas en experiencias reales de resistencia y lucha contra el colonialismo, el racismo y la explotación.
La disputa por el poder de interpretar es otro de los puntos que está en juego. Jean Franco, en su artículo “Si me permiten hablar: la lucha por el poder interpretativo” (1992) ha sido fuente inspiradora. También lo ha sido la filósofa colombiana María del Rosario López Acosta, profesora en la Universidad de California Riverside. En su texto sobre epistemología y trauma titulado “Gramáticas de la escucha. Aproximaciones filosóficas a la construcción de memoria histórica” (2019) argumenta que la escucha empática y atenta permite dar voz a aquellos cuyas historias han sido silenciadas o marginadas. En estos recorridos sinuosos complemento a López Acosta con las ideas de la chilena Nelly Richard con sus escritos sobre los quiebres de significado, que ella aplica al Chile post dictatorial y post Pinochet “The Reconfigurations of Postdictatorship Critical Thought” (2000). Para Richard, los quiebres de significado son momentos de crisis en los cuales las narrativas hegemónicas y las formas establecidas de sentido se ven desestabilizadas, permitiendo la emergencia de nuevas formas de entender y representar la realidad. Estos momentos pueden ser disruptivos y generar tensiones, pero también ofrecen oportunidades para la reflexión crítica y la construcción de nuevas formas de identidad, resistencia y subjetividad. Una cadena de herencias y legados que M. Jacqui Alexander, originaria de Trinidad y Tobago, nos explicita en un texto que traduzco del inglés como Genealogías feministas, legados coloniales, futuros democráticos (1996).
La autora amplía el tema del texto anterior en un libro que, también traducido por mí al español, sería algo así como Pedagogías de la intersección: meditaciones sobre el feminismo, política sexual, política y lo sagrado (2005). Alexander examina cómo estas áreas se entrelazan y se influencian mutuamente, y cómo estas intersecciones pueden ser fundamentales para comprender y abordar cuestiones de opresión y liberación en contextos diversos. Agrega que las prácticas pedagógicas pueden ser utilizadas como herramientas para el cambio social y la transformación, especialmente en lo que respecta a la experiencia de las mujeres y otros grupos marginalizados.
Mi actividad docente en Comisión de Estudios de Postgrado de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales (CEAP) de la Universidad Central de Venezuela ya me había llevado por el camino de la Investigación-Acción, donde sujeto y objeto de investigación coinciden. En esos años de la década del ochenta, la Investigación-Acción implementada en los barrios de los alrededores de Caracas subvirtió la relación “sujeto que estudia/objeto estudiado.” Mi doctorado no es en Antropología sino en Estudios Étnicos. Esto significa que cambia el sujeto que hace la investigación, que ya no es objeto, sino que es un sujeto o una sujeta que se estudia a sí misma. Los Estudios de Género y los Estudios Étnicos se institucionalizaron en los Estados Unidos luego de que los movimientos sociales por los derechos civiles de los setenta alcanzaron espacios académicos en algunas universidades progresistas. ¿Por qué los Estudios de Género han sido reconocidos en la academia hegemónica y la racialización es un hueso tan duro de roer? El género se ha institucionalizado. Formulo esta pregunta a sabiendas de que pregunta y respuesta configuran un binomio analítico. ¿Es el sexo al género lo que la raza a la etnicidad?
Pregunta planteada desde la actitud provocadora que a veces me caracteriza.
El tema era el de las mujeres wayuu. No solo cambió la pregunta que ya no es ¿cómo estudio a una población otra? sino ¿qué aprendo yo de una población otra? Aparece aquí en acción el marco de la interconexión: antropología de la mujer, de las mujeres, de género y feministas, todas ellas entrelazadas. Quizás quepa aquí el concepto de “rizoma” desarrollado por Gilles Deleuze y Félix Guattari en su obra conjunta Mil Mesetas: capitalismo y esquizofrenia (1988). Ellos sugieren al rizoma como metáfora onto-epistemológica que alude a la red de conexiones horizontales y no jerárquicas para el análisis social.
En amor de la verdad, aclaro que por un momento, ante el choque cultural que viví al llegar a California en el año 1998, se me pasó por la cabeza hacer un estudio etnográfico de esa sociedad. Investigación denegada. La etnicidad, construcción analítica de Occidente para quien no es moderno, va en una sola dirección. La pregunta de otro antropólogo, Ernesto García Canclini en su libro Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad (1989) utiliza la hibridez como metáfora epistemológica. ¿Cómo entrar y salir simultáneamente de la modernidad? Esta inquietud del autor apunta a preguntas semejantes a las de las mujeres wayuu y de las de las mujeres del Tercer Mundo en los Estados Unidos, aunque desde una plataforma teórica posicionada en otra cosmología: la de la economía política y el consumo. Una síntesis de lo que García Canclini plantea puede ser: la ciudadanía del mundo globalizado se ejerce cuando se consume. En un mundo globalizado, donde las culturas están en constante interacción, el mercado desempeña un papel fundamental en la difusión de productos culturales y en la creación de una cultura global compartida. La apropiación y adaptación de productos y símbolos culturales por parte de diferentes comunidades contribuye a la formación de culturas híbridas. El consumo de bienes y servicios no solo cumpliría una función utilitaria, sino que también sería un medio a través del cual
las personas expresan su identidad y pertenencia cultural.
En la academia de los Estudios Étnicos, en el año 1998, la etnografía de la sociedad californiana no tenía cabida. El efecto de la colonización del saber en la economía política de la etnografía es algo que yo ya tendría que haber aprendido desde hacía tiempo. Cuando en el año 1994 fui al 52 Congreso de Americanistas en Suecia visité el museo etnográfico de Estocolmo. Yo imaginaba que íbamos a encontrar un museo sobre la población vikinga. Ingenua de mí. Los objetos expuestos en el museo pertenecían a poblaciones africanas y asiáticas. ¿Cómo llegaron a Suecia?
Sigamos por los caminos sinuosos del encuentro entre mi formación en antropología y el feminismo. La investigación documental fue mi puerta de entrada a la Escuela de Antropología. Mi pregrado y mi primer postgrado son en el área de historia, en la Facultad de Humanidades y Educación, un campo cognitivo diferente al de las Ciencias Sociales, al cual está institucionalmente adscripta la Escuela de Antropología. Esta vez la cientificidad y el feminismo –ya no el estudio de la mujer o del género– se entrelazaron de forma totalmente fortuita en mi vida. La investigación documental es eslabón necesario para la formulación de todo proyecto científico que requiere de una verdad procesal, como las leyes de la justicia. Por ahí le entré formalmente a los estudios antropológicos. Y el feminismo se configuró porque en la Escuela de Antropología se abrió un concurso de emergencia por un evento de acoso sexual que dejó una vacante justamente en la asignatura de Técnicas de Investigación Documental.
Al bautizo en mi docencia en la escuela, le siguió lo que aprendí de mis estudiantes. Una de las primeras prácticas que hicimos los llevó en equipos separados, varones por un lado y mujeres por otro, a levantar datos etnográficos al Nuevo Circo. Era la década de los noventa, poco tiempo después del Caracazo. Los informes que resultaron mostraron dos mundos paralelos y diferentes. ¿Inconmensurables? Los varones conocieron el bajo fondo, los burdeles, los casinos clandestinos, las vidas de las personas sin hogar. Las muchachas vieron y describieron a los pastores religiosos, los buhoneros cantantes, los vendedores de pasajes, agua mineral, madres trasegando para llegar rápido a sus casas en las ciudades dormitorio. Otro grupo mixto, conformado por estudiantes mujeres y estudiantes hombres, hizo el mismo trabajo de observación en el sistema de transporte, pero esta vez en el metro. Sus informes fueron asépticos, formales, con escasa emocionalidad. Algo así como la diferencia entre el Diario de campo (dado a conocer por su viuda en el año 1967) y Los Argonautas del Pacifico Occidental (1922) de Bronislaw Malinowski. El trabajo de Malinowski sobre el intercambio de bienes y mujeres en las Islas Trobriand influyó significativamente en la antropóloga Gayle Rubin y en su teorización sobre el intercambio de mujeres en diferentes culturas. Rubin, en su ensayo “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo” (1975) retoma las ideas de Malinowski sobre el intercambio como un aspecto fundamental de la organización social y las relaciones de poder. Sostiene que el intercambio de mujeres en muchas sociedades no debe entenderse simplemente como una transacción económica, sino como un proceso que establece y refuerza relaciones sociales y políticas. Amplía el concepto de intercambio más allá de lo material para incluir el intercambio simbólico de mujeres como una forma de regular alianzas, jerarquías y el acceso a la sexualidad dentro de una sociedad. Rubin conceptualiza el intercambio de mujeres como el origen de la sociabilidad y crea la categoría “sexo-género” para su operativización.
Análisis feminista de la obra del antropólogo Manuel Gamio
La idea era conocer qué entendía Gamio por mestizaje y cuál era la plataforma cognitiva y política de la antropología aplicada del Indigenismo y de la racionalidad institucional hemisférica que lo instrumentó. Las políticas sexuales y raciales –encarnadas en las políticas de admisión a la comunidad nacional en formación del México revolucionario que el mestizaje indigenista implementa– fue el punto de llegada. La pseudo cientificidad de la perspectiva masculinista de la obra del antropólogo Gamio fue lo que la investigación feminista descubrió abriendo la puerta a la propuesta del mestizaje epistemológico en oposición al mestizaje eugenésico del autor y del Indigenismo. La conjunción de tres dimensiones: (i) Los ritos de iniciación del antropólogo Gamio que inscribe a la indianidad como premoderna y al nuevo mestizaje como la solución del supuesto atraso; (ii) Forjando patria (1916) como el dominio antropológico de Gamio que dio lugar a las políticas públicas del gobierno mexicano del momento en oposición a la experiencia de la mujer india y (iii) El Panamericanismo indigenista como un sólido orden institucional de la antropología científica sobre culturas que racializa y naturaliza la reproducción de los poderes tanto epistemológicos como políticos modernos en el hemisferio. La clasificación de las mujeres mexicanas en femeninas, sirvientes y feministas sustentó la política indigenista que, a través del cuerpo de la mujer indígena, llevaría al cabo el cambio poblacional entendido como la puerta de entrada indispensable para la modernización del país.
Examinar el proceso de formación mestiza del Indigenismo a través de un lente feminista generó nuevas preguntas y respuestas sobre las relaciones entre políticas públicas de bienestar, indigenismo, mestizaje y mujeres deja al desnudo el discurso modernizador homogeneizador que construyó el proyecto nacionalista de la mitad del siglo XX. ¿Qué hombres y qué mujeres constituirían el cuerpo ciudadano nacional? ¿Quiénes eran alentados o desalentados a tener hijos? ¿Qué políticas de inmigración o emigración se promovían? Dentro de esta óptica, el mestizaje, la inmigración y las políticas indigenistas fueron políticas raciales y sexuales que se convirtieron en herramientas cruciales
para la formación de la comunidad nacional y hemisférica.
Recorridos sinuosos de las organizaciones de las mujeres wayuu
Las redes indígenas contemporáneas han pasado de la adscripción como indígenas a la autoidentificación como étnicos. Desde una perspectiva descolonizadora, la narrativa que los hizo “étnicos” trajo nuevas preguntas al camino sinuoso de la lucha por la interpretación y la autodeterminación. Mi primera pregunta fue ¿cómo abordar el estudio de las experiencias de las mujeres wayuu organizadas sin replicar el modelo indigenista? ¿Seré una ventrílocua más? Las políticas sexuales y raciales androcéntricas de Gamio habían cambiado. Esto no quiere decir que al hacer la etnografía con ellas, olvidara que mi mente está configurada a lo occidental. Escuchaba desde mi identidad feminista lo que las mujeres y los hombres wayuu me decían sobre los roles de las mujeres dentro de su proceso contemporáneo de etnogénesis: de pueblos indígenas a poblaciones étnicas. ¿Cómo reordenan hoy las mujeres wayuu la cadena étnica, nacional y continental? ¿Cómo modifican las concepciones tradicionales de representación etnográfica y política? Mi punto de partida conecta la investigación teórica con la práctica transformadora de los movimientos sociales. ¿Cómo pueden las teorías de los movimientos sociales centradas en la identidad y en el estado nacional ayudar a iluminar un movimiento social, ayer indígena y hoy étnico? ¿Cómo entender y estudiar a las mujeres wayuu en el marco del nacionalismo venezolano contemporáneo?
Aquí ya queda más clara la razón de mi enfoque epistemológico: teorizar sobre el surgimiento de nuevas epistemologías y movimientos sociales enfrenta una dificultad homóloga. Ambas tareas requieren el desplazamiento de las referencias existentes y su sustitución por un ordenamiento social alternativo. No soy indígena ni venezolana, y aunque compartí espacios con la Red de Mujeres Indígenas Wayuu a través de la Coordinadora de Organizaciones No-gubernamentales de Mujeres de Venezuela, mi mirada es desde afuera. Los movimientos sociales de mujeres venezolanas, el estado nacional y la Naciones Unidas han dado forma a este espacio común pero lo que define la comunidad compartida entre la antropóloga y las mujeres wayuu, es lo local. Yo no hablo wayunanki y el hablar y escuchar es el instrumento principal para crear un espacio compartido. Las mujeres wayuu se identifican como pueblos indígenas, clasificación heredada del indigenismo, y rechazan enfáticamente apoyar cualquier tipo de feminismo. Sus experiencias desafían la abstracción que implica el uso de etiquetas identitarias. Una de las ventajas de aprender de las experiencias de las mujeres wayuu fue la dificultad de etiquetarlas. No existe una teoría única que encaje en sus experiencias. Esta dificultad inicial se convirtió en una fortaleza en mi investigación. Las mujeres wayuu se organizan como mujeres indígenas. Se movilizan dentro de la sociedad civil nacional e internacional buscando la restauración de su diferencia cultural.
Durante casi todo el siglo XX, las élites nacionales de Venezuela –como las de México– vieron en un nuevo mestizaje la estrategia que modernizaría el país. La asimilación a través de la educación y el mestizaje fueron las herramientas institucionales de este proyecto. El modelo del indignismo fue política del estado para la construcción de una nación moderna. Durante los años setenta, la comunidad internacional, los estados nacionales y los pueblos indígenas comenzaron a utilizar la etiqueta “étnica”.
“Volverse ‘étnicos’ para ser modernos”, son palabras que ilustran los cambios del momento.
Las mujeres wayuu se han apropiado de y han revertido estos discursos. A partir de ellos han creado herramientas para gestionar una interacción en beneficio de su grupo (¿nación?) étnico. Han negociado derechos de autodeterminación dentro de una sociedad nacional que todavía tiene muchos individuos y grupos que abogan por políticas de asimilación. Algunos discursos internacionales, como los de la Naciones Unidas, ven la autodeterminación como el objetivo clave y la condición previa esencial para el desarrollo indígena. En esta tónica, las mujeres wayuu sostienen que se organizan como ciudadanas venezolanas para restaurar su forma de vida indígena. Al hacerlo, reconfiguran las identidades que el orden nacional, hemisférico y global les atribuyó. Dentro del orden internacional, los pueblos indígenas han encontrado importantes recursos y alianzas enmarcadas en discursos globales. Su identidad ahora étnica es simultáneamente local y hemisférica. Este proceso de etnogénesis está construyendo nuevas categorías de clasificación, no solo en Venezuela sino también en todo el hemisferio, donde los reclamos de los pueblos indígenas articulan sus historias de exclusión con procesos de construcción nacional. Tienen en común una serie de características: el reconocimiento de los indígenas como “pueblos” y sus diferencias étnicas dentro de los estados nacionales; el despliegue de identidades étnicas centradas en la tradición (pero también, como ciudadanos nacionales en diálogo con la modernidad) y los discursos de derechos humanos que les permitan fortalecer sus diferencias culturales; la construcción de nuevos procesos identitarios, por ejemplo, con aspectos relacionados con la conciencia ambiental; los movimientos pan indígenas que permiten establecer una articulación de diversos pueblos indígenas en el orden transnacional; y las demandas de autonomía en sus territorios y gestión de recursos. La situación actual de la población indígena en América Latina implica una lucha permanente por el reconocimiento de sus derechos de autodeterminación, autonomía, territorios, recursos y conocimientos. En el caso de los wayuu, las mujeres indígenas están en el centro de esta estrategia de restauración cultural.
Nueva ciudadanía mestiza
“Creo que vivimos en dos mundos. Eh... no hay que olvidar que pertenecemos y venimos... que nuestro origen no está en el mundo español sino en el mundo wayuu, pero aun así, como te dije, no podemos tomar mucha distancia ni aislarnos, necesitamos ser conscientes de que estamos muy inmersos en esa otra sociedad, que es la sociedad hegemónica dominante, dominante entre rompedores, no? ”
Edixa Montiel (2002)
La organización de las mujeres wayuu comenzó en Maracaibo. Viviendo durante muchas generaciones entre las regiones de Maracaibo, capital del estado Zulia, y La Guajira, la población wayuu ha sabido mantener su cultura y costumbres y, al mismo tiempo, transformarlas. Las mujeres wayuu son ciudadanas de Venezuela, trabajadoras de la región petrolera, y mujeres de su grupo étnico binacional. Su historia como mujeres organizadas abre un espacio donde me he situado como investigadora que busca comprender cómo las mujeres dirigentes wayuu se han reposicionado tanto dentro de la sociedad étnica como nacional. Ellas construyen su identidad movilizadora basándose en el principio organizativo femenino de su sociedad. Encontraron en su identidad tradicional una poderosa herramienta que las empoderó como reproductoras y preservadoras de su sociedad. Por un lado se movilizaron como mujeres indígenas y por otro como ciudadanas y trabajadoras del estado nacional y como guardianas de la frontera.
¿Cómo interactuó el principio organizativo femenino wayuu con la identidad del sujeto ciudadano nacional? ¿Por qué medios estas mujeres ejercieron el poder para perseguir sus objetivos? ¿Qué formas de institucionalización utilizan? ¿Cómo ven la eficacia de sus métodos y la probabilidad de los resultados? ¿Cómo subvierten la identificación indigenista? ¿Sus estrategias de poder enriquecen al sujeto ciudadano y las definiciones de ciudadanía, en el centro del debate sobre la tensión entre democracia y fascismo? ¿Qué podemos aprender de ellas sobre la formación de ciudadanas sujetas en contextos de globalización?
El núcleo de la formación de sujetos ciudadanos dentro de las sociedades modernas es la búsqueda de la participación ciudadana directa. Al examinar cómo las mujeres wayuu vivieron su militancia dentro del proceso contemporáneo de etnogénesis de su sociedad y de la refundación del estado nacional venezolano se abren espacios que pueden responder a las preguntas anteriores. Saber cómo ejercieron su ciudadanía fue la pregunta clave. Ellas cuestionan la explotación y la dominación como expresión tanto de un estado nacional como de una cultura indígena que informa sus acciones y moldea su subjetividad. Ésta es la razón por la que su identificación es múltiple pero no fragmentada. En términos de Sandoval, las mujeres wayuu son mestizas radicales. Dentro de sus experiencias sociales, enfrentan relaciones de poder que las someten y contra las cuales se rebelan, utilizando estrategias derivadas del propio proceso que las individualiza. En su libro Metodología de la oprimida (2008) Sandoval introduce el concepto de “ciudadanía mestiza radical,” que implica una reivindicación de una identidad mestiza que abarca múltiples afiliaciones culturales y políticas. Rechaza las categorías binarias y afirma que la hibridez es fuente de poder y resistencia. Reconocen y celebran la complejidad de las identidades y experiencias y un compromiso con la lucha por la justicia social y la transformación política. Es una propuesta de ciudadanía que va más allá de las limitaciones impuestas por las categorías sociales y culturales tradicionales, abraza la diversidad como elemento central de la identidad y la acción política.
¿Cómo funciona la formación de sujetos femeninos para las mujeres líderes wayuu? Las relaciones étnicas y de género no son fáciles. Las democracias construidas alrededor de la nación, los grupos étnicos construidos alrededor de la tradición y los movimientos sociales construidos alrededor de políticas de identidad a menudo recurren a los roles de las mujeres como mujeres para introducirlas en la nueva comunidad. Sostengo que las mujeres wayuu se apropiaron de la identificación de género e indigenista republicana y la invirtieron derrotándola. Ellas encarnan su agencia a través de dos modelos de subjetivación superpuestos, el nacional y el wayuu. Llevan a cabo un doble movimiento cultural. Dentro de sus asociaciones en Maracaibo, se afirman como sujetas que se identifican y defienden su cultura indígena. Dentro del ámbito nacional, introducen la necesidad de reconocer las diferencias. Se identifican como mujeres indígenas venezolanas. Se comportan de manera mestiza. A partir de la reconstrucción de sus roles tradicionales, se movilizan como mujeres indígenas y ciudadanas del estado nacional. Su estrategia política enriquece las formas epistemológicas y políticas homogéneas de democracia.
Había trabajado con el movimiento social wayuu antes de la presidencia de Chávez y quería comparar los esfuerzos de su dirigencia en circunstancias políticas diferentes. Seis personas conformaban la comitiva recorriendo la península de La Guajira. Robinson es un artista wayuu que fue elegido por el gobierno regional del estado El Zulia como Defensor de los Pueblos Indígenas yucpa, barí, añu y wayuu. Su posición era nueva. Fue creada por la Constitución de 1999. La Defensoría de los Pueblos Indígenas surge replicando las instituciones organizativas indigenistas. Un detalle crucial que diferencia la política indigenista de la indianista: Robinson es un líder wayuu. Betty es la esposa de Robinson. Como todas las mujeres pertenecientes a la Red de Mujeres Wayuu, viste su manta y teje figuras típicas como un doble gesto simbólico de resurgimiento cultural. Tejer era una tradición femenina que casi había desaparecido entre las jóvenes, hasta que la red montó una campaña para devolver el orgullo a su práctica. Pero lo más significativo es que tejer representa para Betty, y también para la sociedad wayuu, la actividad que ella, como mujer araña wayuu, necesita realizar para restaurar su forma de vida indígena. Margarita es una mujer que vive cerca de Carmen González, del clan Uriana. Margarita está involucrada con las mujeres de la red, aunque siempre hace hincapié en que es alijuna. Roberto, el chofer del Nova del 77,
es un hombre colombiano que es vecino de Robinson y Betty.
En enero del año 2000, salimos de Los Olivos, en Maracaibo, temprano en la mañana. Antes de emprender nuestro camino hacia La Guajira, Robinson, el Defensor de los Derechos Indígenas, asistió a unos wayuu que se encontraban en la cárcel de Maracaibo. Él, Carmen y Betty me explicaron su sistema judicial no tiene cárceles y se basa en el principio de represalia. Tuvimos nuestra primera reunión con un comité de tierras wayuu al mediodía. Continuamos hacia nuestra próxima actividad que tendría lugar en un lugar desconocido. Nos guiaba un camión ultramoderno conducido por dos miembros de un grupo al que llamaban “Los chinos ricos”. Estaban esperando la visita de Robinson para solucionar algunos problemas con las Fuerzas Armadas. Una vez terminada esta reunión, proporcionándosele a los chinos ricos los contactos que necesitaban en Maracaibo, Robinson fue informado sobre una comunidad wayuu que de repente se encontró con que un propietario legal, es decir con papeles de propiedad en sus manos, cerró el acceso a la única y escasa fuente de agua del espacio alrededor de comunidad wayuu. Los derechos de los niños de una escuela bolivariana bilingüe, una iniciativa del Ministerio de Educación que brinda dos comidas a los alumnos mientras ellos aprenden en las sesiones de mañana y tarde del colegio, fueron los argumentos de los denunciantes wayuu para solicitar la intervención de Robinson.
Las conversaciones se llevaban a cabo en wayunanki, su lengua nativa. Observé lo que sucedía y tuve acceso al contenido de las conversaciones sólo cuando Robinson, Carmen o Betty me brindaban un resumen de sus decisiones. Cuando llegó un mágico momento de silencio, Carmen González, pidió expresamente ser grabada en vídeo. Cuando se la enfocó, ella proclamó en voz alta ante la cámara, así como ante el libro que daba por sentado que yo escribiría, que un indio será el próximo presidente de Venezuela. Las palabras de esta escena me persiguieron desde ese momento hasta el día de hoy. Comencé a intentar comprender su significado. ¿Qué quiso decir Carmen al afirmar que un indio sería el próximo presidente venezolano? Sus palabras me hicieron cambiar la pregunta de investigación. El objetivo inicial de mi estudio era registrar la historia del movimiento de mujeres wayuu. Estaba interesada en proporcionar evidencia de la importancia de la política sexual dentro de contextos de descolonización de comunidades y de construcción nacional, y en evaluar las contribuciones y limitaciones de la propuesta de Sandoval de políticas identitarias de movimientos sociales mestizos y híbridos para entrar y salir simultáneamente de la modernidad en contextos globales. Después de escuchar las palabras de Carmen, mi trabajo requirió un giro de 180 grados. Si quería narrar la historia de la Red de Mujeres Wayuu desde la perspectiva de Carmen González, del clan Uriana, necesitaba entender a qué se refería Carmen al decirle a la cámara que el próximo presidente venezolano sería un hombre indio. Lo que sí me quedó claro es lo difíciles que son
las relaciones entre el género y la etnicidad.
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Entrevistas realizadas por Sandra Angeleri
Carmen González, 2002 (Venezuela: Maracaibo)
Edixa Montiel, 2002 (Venezuela: Maracaibo)
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Referencias y fuente:
Sandra Angeleri. Profesora Titular jubilada de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela. Miembro del Grupo de Trabajo CLACSO Crisis, respuestas y alternativas en el Gran Caribe.
Trabajo publicado originalmente en:
CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales)
Colección Boletines de Grupos de Trabajo
Boletín del Grupo de Trabajo
Crisis, respuestas y alternativas en el Gran Caribe
Caribes. Número 10. Enero-junio 2024
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