Quiroga y la cuestión social de la selva

Cuentos de la selva, Horacio Quiroga


El escritor uruguayo, que en 1909 se instaló en la provincia de Misiones, zona selvática fronteriza entre Argentina, Brasil y Paraguay, sitúa todo el reino animal en el centro de sus relatos, recorriendo todo el proceso evolutivo y a menudo (pero no siempre) atribuyendo actitudes, pensamientos y características humanas a insectos, peces, reptiles, aves y mamíferos.

Mariposa del Iguazú
En las inmediaciones de las Cataratas del Iguazú.

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Quiroga y la cuestión social de la selva
por Francesca Lazzarato

Gabriel Benincasa es un joven contable de temperamento sumamente prudente, al menos hasta el día en que se compra un par de botas que insinúan en él el deseo de la aventura, siempre que sea breve y placentera. Gabriel, en realidad, sólo quiere “dar un paseo” por el bosque de Misiones, donde su padrino comercia con madera, para experimentar nuevas emociones en un entorno desconocido y salvaje. Y aquí va en barco por el Paraná, con cuidado de no ensuciarse las botas, rumbo a un lugar cuyos peligros le parecen llenos de encanto, entre pájaros fabulosos, animales extraños y bestias feroces que, Gabriel no tiene dudas, con una buena Winchester podrá mantener a raya.

Así comienza el cuento de Horacio Quiroga “La miel silvestre”, publicado en 1917: un relato cruel y a la vez irónico, porque el contador, que se adentra en la espesura con la actitud desenfadada de un turista orgulloso de su equipo, después de haber saqueado un tronco hueco lleno de miel, quedará paralizado ante ese manjar, elaborado por ciertas pequeñas abejas marrones a partir de polen con propiedades narcóticas. Bastarán unos segundos para que un río de hormigas carnívoras (conocidas como corrección, es decir, castigo) cubra su cuerpo inerte, despojándolo de carne hasta dejar sólo huesos, ropas y botas inexpugnables.

Quiroga, que tras un viaje a la provincia de Misiones (zona agreste fronteriza entre Argentina, Brasil y Paraguay) había comprado allí unas pocas hectáreas de tierra y en 1909 se había instalado allí con su familia, explica en las pocas páginas de La miel silvestre, una concepción de la naturaleza característica de su obra y presente en buena parte de los más de doscientos relatos que nos dejó. Para el escritor uruguayo, que en Misiones había encontrado un espacio para la vida y al mismo tiempo el material para su propia literatura, la irrupción irrespetuosa del ser humano y su comportamiento depredador marcan la ruptura de un equilibrio que la naturaleza tiende a restablecer, utilizando despiadadamente sus propias herramientas de defensa y acabando siempre por imponerse.

Sucumbirán no sólo aquellos que, como Gabriel, consideran al bosque un lugar de juego a su disposición, sino también los colonos que han venido de muy lejos y desconocen lo que les espera, los aventureros y los proscritos en busca de refugio y, obviamente, la multitud. de los miserables mensú –los trabajadores rurales “mensuales”– quienes se dedicaban a la destrucción de los recursos naturales en favor de empresas “que continuarían prosperando mientras el bosque tuviera árboles que talar y hombres que sangrar”, escribe Juan Carlos Onetti, un gran admirador de Quiroga, recordándolo con motivo del cincuentenario de su muerte.

La denuncia de lo que el escritor uruguayo llamó “la cuestión social” de la selva está presente en algunos de sus extraordinarios relatos, cuyo tema principal sigue siendo sin embargo el enfrentamiento con la naturaleza, poniendo al desnudo la fragilidad, los terrores y las ambiciones del ser humano, así como la crueldad ejercida contra otros hombres, por supuesto, pero sobre todo contra animales de todo tipo. La rica fauna americana es, en la prosa de Quiroga, omnipresente e ineludible: el autor la describe con la minuciosidad de quien la observa desde hace mucho tiempo y convive con ella (no es difícil encontrar puntos de contacto entre él y su contemporáneo William Henry Hudson, gringo criado en Argentina y gran naturalista con vocación de escritor), consciente de que ningún animal mata por puro placer, ignorancia o lucro, sino sólo para sobrevivir y defenderse.

En “Los cazadores de ratas”, por ejemplo, Quiroga muestra dos parejas, una formada por serpientes cascabel muy venenosas, la otra por colonos llegados del norte de Europa con su hijo, que construyen una casa y limpian un campo al borde del bosque, donde siempre han vivido los reptiles. Las serpientes, que observan a los humanos con curiosidad y prudencia, frecuentan a escondidas la casa para cazar a las ratas, hasta que el hombre sorprende a una de ellas, el macho, y la decapita de un golpe de azada.

Será la hembra, que encontró los restos al día siguiente, quien luego matará al hijo del matrimonio cuando se le acercó (“Al rato escuchó el sonido de pasos –la Muerte–. Pensó que no tenía tiempo de escapar y se preparó con toda su energía vital para defenderse”), convencida de que estaba a punto de ser masacrada, como le había sucedido a su compañero. La muerte del niño no es venganza, no hay culpa ni castigo. El narrador, impasible, no se inclina hacia el hombre ni hacia el animal, sino que los sitúa al mismo nivel, contando la historia desde el punto de vista de las serpientes y animalizando al niño, “un osito blanco, gordo y rubio”, que andaba de arriba para abajo con paso de patito.

Historia tras historia, Quiroga sitúa todo el reino animal en el centro de sus relatos, recorriendo toda la escala evolutiva y atribuyendo muchas veces (pero no siempre) actitudes, pensamientos y características humanas a insectos, peces, reptiles, aves y mamíferos. El recurso antropomórfico se utiliza, en particular, en los “Cuentos de la selva”, (1918), que escribió para sus hijos (historias dramáticas pero alegres, no exentas de optimismo, comedia y finales felices, en las que la relación entre hombres y animales se basa en la amistad, la gratitud y la colaboración), pero también está presente en textos destinados a un público de lectores adultos, como “Anaconda” y “El regreso de Anaconda”. Sin embargo, hablen o piensen en términos humanos, los animales siguen siendo tales y están lejos de transformarse en criaturas semidivinas como en el mito, en ayudantes mágicos o príncipes hechizados como en los cuentos de hadas y la literatura fantástica, o en ‘ejemplos’ morales como en la fábula de Esopo.

A diferencia de Kipling –con quien a menudo se le compara, a pesar de las diferencias identitarias e ideológicas muy notables–, Quiroga no hace del mundo animal un puro disfraz de los vicios y virtudes humanos, ni impone jerarquías bien específicas a las criaturas del bosque, en el que cada uno ocupa el lugar que le corresponde “por naturaleza” y el hombre es señor y amo.

El uruguayo, en efecto, no se siente como el escritor inglés, portavoz de un imperio “civilizador” y no está en absoluto seguro de la superioridad humana frente a una naturaleza que necesita ser domesticada, tanto es así que, como señalara Darío Puccini en uno de sus bellos prefacios («Historias de amor, de locura y de muerte», Editori Riuniti, 1987), «contrapone, en una visión de lucha por la vida y de competencia vital y darwiniana, el mundo de los animales y el mundo artificial, alienado, inútil y estructuralmente violento de los hombres”, sin por ello sugerir un idílico e idealizado “regreso a la naturaleza”.

En definitiva, el íntimo conocimiento de la selva, la “bestia verde” donde siempre acecha la muerte, permitió a Quiroga hacer de ella un personaje despojado de todo exotismo y retórica, a la vez que lograba, mientras muchos miraban a la literatura europea como modelo a imitar, lenguajes y perspectivas profundamente “americanas”, anticipando además temáticas en las que hoy podemos reconocernos.

En: Il Manifesto, Quotidiano comunista,
13 de agosto de 2023.

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Otras referencias a Horacio Quiroga en esta página blog,

en: Fantasías de la fantasía. Cuentos de la selva. Horacio Quiroga

en: Horacio Quiroga. Narrativa fantástica

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Algunos cuentos de Horacio Quiroga, en formato pdf,
en: Horacio Quiroga. Narrativa Fantástica

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Las medias de los flamencos

Audiovisual. Duración: 15’19”

Las medias de los flamencos
fue publicado por primera vez
en Cuentos de la selva, 1918.

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